jueves, 7 de enero de 2016

COLAS Y LA PRINCESA

                        COLAS Y LA PRINCESA

         Tras el breve y aparatoso chaparrón propio de aquel tiempo en el que los sarmientos están a punto de reventar, el sol recuperó todo su esplendor y volvía a brillar sobre los picos de la sierra. Era media tarde. Viendo el intenso azul del cielo, limpio, luminoso, nadie hubiera imaginado que poco antes ese mismo cielo hubiese abierto sus compuertas dejando escapar tal cantidad de agua que en sólo unos minutos regó con generosidad los fértiles campos de aquella zona manchega. El viento había amainado hasta convertirse en un suspiro.
     Desde aquel promontorio, adornado con jara, tomillo salsero, matorral de retama y hojarasca que luego harían un buen fuego, el paisaje volvía a ser el de siempre: las primeras casas blanqueadas con cal de luna y que anunciaban la existencia de un pueblo, la vetusta torre de la iglesia y su soberbio campanario, aquella especie de atalaya o muralla que el tiempo casi había borrado pero que nos hablaba de la estancia de los romanos (según los lugareños más leídos), por aquellos andurriales, la casa grande que hacía las veces de escuela, la señorial casa gris llena de balcones que don Dimas se había hecho construir en lo alto de aquel cerro para desde allí poder divisar todas sus tierras... Y allá, muy al fondo, los picudos dibujos en el cielo de la Sierra de Alcaraz en el horizonte.
     Era un paisaje que podría confundirse con el de cualquier otro pueblo. Incluso si se giraba un poco la vista hacia el Este, podría verse la estación, que parecía arrugada de puro vieja. Y las idas y venidas de los trenes.
     Y allí, en una de las vías muertas formando parte del paisaje, la vieja locomotora de siempre. Era una maquina añosa pero que ahora relucía por efecto del agua que había recibido poco antes y que aún permanecía en su negra estructura metálica. ¿Cuánto tiempo llevaba allí inmóvil? ¡Cualquiera sabe!. ¡Si se lo pudiésemos preguntar a ella misma ...!

     .- No lo puedo decir con exactitud -nos hubiera repondido-, pero sí puedo decir que he visto ir a la vendimia al menos tres veces. El tiempo no lo sé, pero a mi, acostumbrada a viajar constantemente, me parece una eternidad.
     Y como tendría ganas de seguir hablando, nos hubiera contado: "Un mal día, bajo no sé qué pretexto, me trajeron aquí: '¡A la vía muerta número cuatro!', oí gritar. Seguro que el que gritaba no entiende nada de trenes porque no sabe que las vías nunca están muertas. Ni siquiera tienen vida. Las que tenemos vida somos nosotras, las locomotoras, y parte de esa vida la compartimos con los vagones y las vías. Cuando nos traen aquí es cuando morimos. La vía no está muerta, las que estamos muertas somos nosotras".     
     "Todo empezó cuando jubilaron a Colás. ¡Ese sí que me emtendía bien!. Me echaba el carbón justo que necesitaba, ni una palada de más, ni de menos. ¡Eran ya muchos años los que llevábamos juntos!. Pero la espalda de Colás no resistía más, sus ojos no tenían bastante luz y le mandaron a casa. Con él, yo hubiera aguantado al menos un par de años más; eso sí, es posible que tras algún esfuerzo hubiera necesitado un pequeño descanso de un par de minutos, pero nada más".
     "Pero se fue Colás y llegó aquel presuntuoso bigotudo gordinflón cuyo objetivo no parecía otro que el de querer batir todos los récords. Me ponía las calderas a punto de estallar y no me daba tiempo a recuperarme. El resultado es que sólo seis meses después me trajeron aquí. Y aquí sigo".
     "Es un buen sitio, no vayan a creer. Desde aquí puedo ver a mis hermanas, todas ellas más jóvenes, cada vez más bonitas, más modernas, más silenciosas ... Lo único que no me gusta de ellas es que ya ninguna echa humo. ¡Y eso sí que era bonito! El humo anunciaba nuestra presencia, era como las huellas que dejábamos a nuestro paso y que ascendían hasta confundirse con las nubes. Pero todo cambia; quizá sea por eso que dicen de la contaminación ... Además, algunas tardes Colás viene a verme. Y charlamos de nuestras cosas. Aunque no sé... hace mucho que no viene".
     Y como si aquello hubiese sido una llamada ...
     .- ¡Hola, Princesa! ¿Qué tal estás? Hacía tiempo que no venía por aquí ¿eh?. El viejo Colás no podía irse sin despedirse de ti.
     Un hombre de cara noble, recia y surcada por las inequívocas señales del tiempo, andar torpe, canoso su escaso pelo y espalda ligeramente curvada, sube con una celeridad impropia de sus muchos años, pero que da la costumbre no olvidada, los dos escalones que conducen a la plataforma que da acceso a la cabina del maquinista. No sube a la cabina. Tragando puñados de aliento se sienta en el primer peldaño.
     .- He estado unos días algo malucho ¿sabes?. No, no era la espalda. Es un dolor que tengo aquí y que no termina de irse. El médico me tiene dicho que no salga de casa, pero yo quería venir a verte. Deben ser los años ... Me estoy haciendo viejo ¿sabes?. Los dos nos estamos haciendo viejos, porque a ti también se te notan ya los añitos ..

     .- ¿A mí? ¡Quien fue a hablar! -le hubiera interrumpido de buena gana la locomotora- A mi lo que me pasa es que se notan los miles de kilómetros que he hecho. De Albacete a Villarrobledo, a San Pedro, La Roda, Chinchilla de Monte Aragón, Tobarra, Almansa... ¡Qué sé yo...! Y eso que era un tren de los que llamaban de cercanías, una cosa que nunca supe lo que significaba. Pero han sido muchos los viajes y muchas las toneladas de carbón que me he tragado pero, a pesar de eso, ya ves, ni una arruga y dispuesta a seguir dando guerra; no como tú, que cada día tienes la cara más rugosa. Tus manos, que antes cogían la pala como el guerrero la espada antes del combate, ahora no dejan de temblar como si temieran de todo. ¿Y qué me dices de ...? ¡Para qué seguir!
     Colás, aunque se entrecortaba en demasiadas ocasiones, continuaba lo que él creía un monólogo.
     .- Han sido muchos años juntos. Aún recuerdo el primer día que te ví. Me estrenaba como maquinista-jefe. Me acompañaron hasta ponerme delante de tí y me dijeron: "Ahí tienes a tu máquina. No es muy buena pero, al menos, es nueva. Trátala bien que tiene mucho que tirar..." Me pareciste la locomotora más hermosa del mundo; sentí algo parecido a cuando conocí a Nina. Ella no dijo nada, sólo cerró los ojos y tú ... tampoco dijiste nada. Pero no hacía falta. Igual que con Nina, sabía que nos habíamos gustado. Subí a esta misma plataforma y te dije: ¡Hola, Princesa!, porque era eso lo que me parecías, una princesa. De eso hace ... muchos años. Tu no te podrías acordar.
     .- ¿Que no? -le hubiera atajado la llamada Princesa- Me acuerdo mejor que tú. No sé el año, porque de eso no entiendo, pero sé que fue muy poco después de acabar aquella absurda guerra en la que os matábais los unos a los otros casi sin saber por qué. Como me acuerdo de aquel viaje que hicimos poco después a Yeste para llevar una medicina a una niña que se estaba muriendo. ¡Como me atizabas carbón! Parecía que fueras tú quien se estaba jugando la vida. "¡Vamos, Princesa, haz un esfuerzo. Tenemos que llegar a tiempo. Sólo tiene tres años!", me gritabas una y otra vez. Cruzamos sin parar por no sé qué apeadero y aún puedo ver la cara de estupor del guardabarreras que creía que nos habíamos vuelto locos. ¡Y eso que yo silbaba con todas mis fuerzas!. Ibamos despertando a los vencejos, abubillas, urracas, urogallos ... Pero, gracias a nuestro empeño, llegamos a tiempo y la niña se salvó. Por mucho que lo disimularas, no era carbonilla lo que se te había metido en los ojos, como me querías hacer creer... Fue algo parecido a cuando recogimos de aquel villorrio, del que nunca supe su nombre, a aquel torerillo que había sido malherido por un toro en las fiestas del pueblo. La verdad es que me asusté cuando le vi con la cara tan blanca como el rocío de la mañana y casi con las tripas al aire. Envuelto en una manta le llevamos a toda prisa a Albacete. ¿Te acuerdas?. En cada curva se dejaba jirones de vida. ¡También aquel día me zurraste de lo lindo!. Le bajaron y no supimos más de él. Me hubiera gustado saber si aquella carrera sirvió para algo.
     .- Me sentí el hombre más feliz del mundo. Iba a viajar de un lado a otro de mi tierra conduciendo la locomotora más bonita que podía soñar. No eran viajes largos, aunque un día a punto estuvimos de ir hasta Valencia; me hubiera gustado por aquello de conocer el mar ¿sabes? pero no me importaba porque así estaba más tiempo en casa. Cuando vi cómo retrocedía la estación al ponerte en marcha la primera vez, me sentí un hombre muy importante. Mucho más que el alcalde, que presume sin tener de qué, aunque menos que don Dimas, que ese sí que puede presumir. Y aquí, en esta misma plataforma, me desayunaba todos los días la rebanada de pan recién hecho, untada con manteca, que me preparaba Nina y lo regaba con buen vino de la tierra.
     .- ¡Y cómo apretabas la bota para que saliera con más fuerza! - habría añadido la Princesa.
     .- A veces, ¿te acuerdas? llegaban hasta aquí algunos viajeros para traernos algo de su comida. ¡Y bien que lo agradecía!
     .- ¡Y bien que me poníais todo perdido! -hubiera replicado la locomotora-. Hasta aquí llegaba el inconfundible olor de las viandas cuando se abrían las cestas a la hora del almuerzo. Por lo que oía, hasta se intercambiaban la comida. Un poquito de tortilla por este trozo de morcilla, una rebanada de pan pringao por otra de tocino, toma un poco de queso y trae esa punta de chorizo ...
     Colás continuaba añorando ...
     .- A pesar de la escasez, no se comía mal en el tren, no. A veces parecía una romería con las gentes cantando y bailando. Ahora todo es diferente ¿sabes?. Aquellas cestas de mimbre apenas existen. Los trenes modernos llevan restaurantes en los que puedes comer de todo ...¡Hasta merluza en salsa! Y puedes elegir el vino que quieras ... Además, los recorridos que hacíamos nosotros en tres horas lo hacen ahora en quince minutos ... no daría tiempo ni para extender los mantelillos y repartir los bocadillos. ¡Fíjate que me han dicho que hay un tren, que no sé como llaman, que va de Madrid a Sevilla en poco más de dos horas! ¡Me gustaría conducir uno de esos...!
     .- ¡Que barbaridad! -se sorprendió la Princesa, que hubiera preguntado: ¿Y a eso lo llaman viajar?. ¡Qué disparate! Así, la gente va de un sitio a otro, pero no viaja. Un viaje es para disfrutar del diferente y siempre renovado paisaje que nos ofrece la Naturaleza, gozar del aroma de los valles, sentir el frescor del agua de los ríos cuando pasamos los puentes, leer un libro, hacer amistades ...
     El sol, muy rojo y muy grande, empezaba a jugar al escondite. Sus brochazos iluminaban el paisaje que entonces se asemejaba a uno de esos cuadros que nadie entiende. Cerca de allí, en la estación, un tren comenzó a hacer una perezosa maniobra. Otro, procedente de cualquier parte, pasó velozmente sin detenerse. Las ventanillas, con los cristales empañados y lacrimosos, semejaban una larga hilera de monótonos televisores.
     La brisa había subido de fuerza y empezaba a ser un airecillo fresco. Colás se subió el cuello de aquella camisa a cuadros de la que apenas salía.
     .- Bueno, Princesa, te tengo que dejar. He querido venir a despedirme porque ... puede que no volvamos a vernos ¿sabes? ... Me lo dijo el otro día el señor doctor: "Amigo Nicolás, te tendremos que internar para hacerte unas pruebas, así que el lunes te vienes por aquí sin falta; no salgas de casa, ten en cuenta que aún estás convaleciente...". Algo me dice que no saldré de ese hospital; creo que desde hace tiempo estoy convaleciente de la muerte. Casi desde hace tres años... Desde que Nina me dejó solo. La soledad no es agradable y a mí se me hizo insoportable. Ahora me podré reunir con ella y ya no nos separaremos. ¿Sabes que alguna vez me dijo tener celos de ti?. ¡Sí, es verdad! ¡Qué cosas tienen las mujeres!
     El viejo Colás arrastra su mirada por aquellos hierros ahora fríos y no puede evitar un estremecimiento cuando, con voz apenas perceptible y temblándole los labios, murmura: "Tú también me abandonaste poco después ¿te acuerdas?".
     .- ¡¡ Yo no te abandoné !!
     El grito de protesta de la Princesa se hubiera podido escuchar en cientos de leguas a la redonda.
     .- Bueno, la verdad es que no fue culpa tuya -se corrigió Colás-. Fueron aquellos que dijeron que yo ya no estaba para conducir trenes y me enviaron a casa a morir de soledad. ¡Qué sabían ellos ni de conducir trenes ni de soledad! Tu también llevaste mal nuestra separación ¿eh?. Sólo unos meses después te trajeron aquí porque ... bueno, por muchas cosas que oí y que no te quiero decir. Yo, sin embargo, te sigo viendo bien aunque ya sabes que los ojos del amor nunca ven bien.
     Colás recorre con la vista aquella plataforma en la que gastó gran parte de su vida. Sus manos, temblorosas pero llenas de amor, se van posando, como en una última caricia, en cada uno de aquellos viejos artilugios ahora muertos y a los que él supo dar vida.
     .- Te tengo que decir una cosa, Princesa. Quizá no te la debiera decir, pero prefiero que te enteres por mí. He oído decir que muy pronto te van a sacar de aquí y ... bueno, ya sabes lo que pasa cuando a alguien le sacan de estas vías... La muerte es un lobo y nos ha olfateado a los dos, Princesa. ¡Vaya ... otra vez la carbonilla se me ha metido en los ojos!
     El viejo maquinista saca un arrebujado pañuelo de uno de sus agujereados bolsillos del pantalón y con él restrega y limpia sus enrojecidos ojos. Una gota de lluvia, filtrada por alguna ranura del diminuto techo de la plataforma, cae en la mano de Colás.
     .- ¿A tí también te ha entrado carbonilla, Princesa?. Si allí arriba hay trenes, te esperaré. No tardes. Ahora me tendrás que perdonar pero tengo que irme ya.
     Más que una despedida, es un balbuceante suspiro.
     .- ¡A... diós, Prin... cesa!
     A la vieja máquina le hubiera gustado responder a aquel postrer saludo. Le hubiera gustado gritar: "¡No me dejes! ¡Vámonos de aquí! Llévame de un sitio a otro, como hacías antes!". Pero no pudo. Sólo se percibió un tenue chirrido por alguna parte.
     Con infinita lentitud, con años de más sobre su fatigada espalda y casi negándose a ello, Colás baja de aquella locomotora en la que una cinta de luna entra por alguna rendija. Da unos pasos. Tres o cuatro. Gira la cabeza. Su mirada, cansada, nublada y triste, recorre por última vez aquel querido armazón de hierro. Quiere decir algo pero las palabras se le quedan heladas en la garganta.
     Su andar cansino se fue perdiendo muy poco a poco...
     Mientras unas madrugadoras estrellas comienzan a ensayar nuevos dibujos, allá, a lo lejos, se desangraba el Sol. 
                                                     F I N     
Hilario

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